La humildad de lo esencial
A lo largo de la historia han sido muchas las ocasiones en que la naturaleza nos ha devuelto a la realidad de nuestra esencia.
Esta vez, en lugar de hacerlo a través de un volcán, un tsunami o un terremoto de dimensiones espeluznantes, lo ha hecho dando una vuelta de tuerca. Ha utilizado un elemento invisible para el humano, de modo que nos mantiene sumidos en un estado de miedo por no saber si el virus está. Cualquier cosa que hacemos, cualquier movimiento está acompañado de la duda. Duda y miedo, no solo por llegar a ser víctimas del Covid-19 sino, mucho peor, por transportarlo sin saberlo y acabar siendo causantes involuntarios de la enfermedad en otras personas.
Sin embargo, este nuevo mundo en el que nos hemos encontrado sumidos de la noche a la mañana, nos ha devuelto a la realidad, la que habíamos olvidado a fuerza de concentrarnos en las grandes urbes, en rascacielos de cristal y acero, de teléfonos inteligentes y ciudades de Gran Hermano.
Se ha puesto de moda la palabra que nunca debimos olvidar: “esencial”. Ha tenido que aparecer un virus mortal para que nos diéramos cuenta que llevamos décadas infravalorando lo esencial. Décadas jugando a ser más que nadie, a tener nuestros despachos en las plantas más altas y fastuosas de grandes edificios, enclavados en centros financieros de renombre.
El virus nos ha mostrado que nada somos los que vestimos a diario trajes y corbatas sin aquellos que aportan lo esencial en la vida: el sector primario por un lado y aquellos que viven su vida dejándose la piel entre bambalinas para que otros recojan los aplausos y el reconocimiento del público.
Un servidor es asesor fiscal. Siempre he tenido claro que sin el sector primario y el secundario, el sector servicios o terciario no tendría razón de existir. Del mismo modo que si mis clientes no tienen negocios con beneficios, poco puedo hacer para que ahorren impuestos, pues no habrá impuestos que pagar.
Hace unas tres décadas se acuñó el término “maruja” para definir de manera despectiva a millones de amas de casa que “oficialmente” no ocupaban un puesto de trabajo en el mercado laboral. Siempre defendí y admiré la figura de aquellas “marujas”, argumentando que sin ellas millones de trabajadores no podrían acudir cada día a sus puestos alimentados, sanos, vestidos y prestos a aportar riqueza al país.
El virus ha vuelto a traer a mi cabeza aquella idea, ahora extendida sobre otros colectivos que han sufrido el mismo olvido e indiferencia: los agricultores, sin cuyo esfuerzo silente y diario en los campos sería imposible que tuviéramos alimentos; transportistas, panaderos, empleados de supermercados, mensajeros, personal de mantenimiento, policías y tantos otros.
Todos tienen un punto en común: rara vez hemos dedicado un minuto de nuestras ajetreadas vidas a reflexionar sobre cuán importantes son para nuestro bienestar individual y social. Son puestos que, por requerir “menor cualificación profesional”, tienen los salarios más bajos. Y son “esenciales”.
¿Y el personal sanitario, aquellos de los que solo nos acordábamos cuando nos asaltaba alguna dolencia? ¿Alguien se ha preguntado cuántas pandemias y confinamientos han evitado sanitarios y científicos sin que nos llegáramos a enterar?
Ojalá que, en el futuro, cuando aparezca la palabra “esencial” vengan a nuestros recuerdos los mencionados colectivos y que no olvidemos que cada uno de nosotros no seríamos nada sin los demás. Sí, nadie es tan importante por sí mismo que no necesite de los demás para sobrevivir.
El virus nos ha devuelto la humildad de lo esencial.
© Rafael Ruiz, Castellana Consultores
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